Seguidores

miércoles, 19 de noviembre de 2014

Sal de mi habitación



Para qué negar lo evidente. Hay veces que la vida va bien, mejor que bien y entonces da un giro de 180 grados. Pero asombrosamente todo sigue bien, incluso mejor.

El cambio más grande que viví fue cuando apareciste. Yo ya llevaba partiendo la pana por estos lares dos años, ya sabes. Y llegaste tú con tus berridos, con tus ‘ezto pa mí’ silenciosos, marcando tu territorio con babas y monerías que a todo el mundo encantaban y que a mí me parecían muecas de asco. Vamos, un estorbo. 
Eso pensaba, ingenua de mí, hasta que empezaste a andar. Ahí ya casi me corto los rizos y dimito. Fuiste mi primera archienemiga, fuiste la primera persona por la que empecé a preocuparme porque mira, voy a ser sincera: antes de ti sólo era yo y esa nueva situación me sacaba de mis casillas. Y aunque a veces te ponía la zancadilla (metafórica y no tan metafóricamente hablando), aunque disfrutaba de una forma enfermiza diciéndote que eras adoptada y escapándome de ti siempre que podía, en realidad, no te quitaba ojo de encima porque también fuiste mi primera amiga de verdad. Conseguiste que mi vida fuese contradicción pura. Me ayudaste a diferenciar el bien del mal con tus revoluciones hacia el sistema jerárquico que había impuesto. Es más, recuerdo (tal vez porque te encargas tú de sacar el tema siempre que se te pasa por la mente) cuando te revelaste por primera vez tras haberte ordenado algo y me dije: ‘Algo pasa con Ale, está rara. No la entiendo.’ Y poco a poco fui comprendiendo que era una tirana y no la tía ‘cool’ de cinco años que pensaba que era. Un dramón para mí, puedes imaginarte.
El caso, tú y yo nos llevábamos a morir. Y es que cuando no estabas dándome el coñazo, estabas cayéndote a un río, o alguien unos años mayor que tú se estaba metiendo contigo, o te metías pesetas por la nariz. Me tenías loca la cabeza. Yo te tenía puteada. Empatadas.
No sé cómo sobreviviste a tu infancia con la mala suerte que tenías y conmigo como hermana mayor, pero lo hiciste. Eso ya demuestra una capacidad de superación digna de mencionar.
Los años siguieron pasando y cuando pensaba que todo se iría normalizando tú y yo nos llevábamos peor y cada vez había más peligros a tu alrededor. No sé cómo papá y mamá no te encerraron en una burbuja, todos habríamos sido mucho más felices.
Y un día, cuando ya casi no me aprovechaba de ti y nos repartíamos las tareas encomendadas por los jefes del hogar tuvimos esa conversación extraña en la que hicimos las paces. Años de guerra continuada, después de mil batallas que ni el mismo Napoleón o cualquier tipo bajito y con ejército podría haber soportado sin perder la poca cordura que tuviese se resumían en un: ‘tú en realidad me caes bien’ mientras poníamos el lavaplatos. 
Pero ojo, que lo nuestro es trágico. Porque sí, hicimos las paces y sí, los siguientes años muy bien todo pero tampoco duró mucho la cosa porque me fui de la ciudad y ahí te quedaste tú. Allá, en el quinto pino, yo. Sufriendo porque papá y mamá no tenían la destreza suficiente para sacarte de los ríos.
Bueno, podría continuar pero me parece suficiente texto lo escrito cuando en realidad todo se puede resumir en dos palabras.
Pero somos hermanas, querida, y las hermanas no se dicen esas cosas porque cuando se dicen: choca. Vaya si choca. Como que te queda mal cuerpo, ¿sabes?
Entonces, he decidido que para acabar esto de una forma realista, haciendo justicia a nuestra buena relación y obviando que estás a kilómetros de mí, me permito el lujo de decirte:
Sal de mi habitación.