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lunes, 14 de enero de 2019

Aporofobia, clasismo y especismo

Reflexión hecha a partir de una experiencia real:
Pongamos el caso de una persona que vive en la calle con un perro. Esta persona es vegana e intenta en la medida de lo posible no consumir productos de origen animal o testados. A causa de eso cuando alguien le da productos animales los utiliza para alimentar al perro que la acompaña en vez de comérselos.
Hay gente que es de la opinión de que esta persona no está en situación de exigir nada puesto que no padece ninguna enfermedad que la incapacite para consumir esos productos. La pregunta es:
¿Por qué?
¿Por qué se consideran los principios éticos como un capricho?, ¿por qué tener capacidad adquisitiva te da poder para decidir y juzgar sobre otras personas?, ¿en qué momento una persona deja de tener derecho a vivir acorde a sus convicciones (se la deshumaniza)?, ¿por qué ciertos principios son inviolables (como puede ser no robar o asesinar a otro ser humano por alimento) y otros deben ser volátiles (no querer participar en el asesinato y explotación masiva de animales)?
Sabéis qué, personalmente opino que esta afirmación es muchísimo más profunda de lo que pinta en un principio. De la afirmación/opinión del inicio se sacan múltiples lecturas y considero que es importante recapacitar seriamente en por qué se piensa mayoritariamente de esta forma. Y aquí hablaría también de la caridad y de la jerarquización en la que se basa ésta. Cuando una persona quiere ayudar a otra esa ayuda debería darse desde el respeto y la empatía que se sienten por un igual.
Brindar ayuda condicionada sin valorar lo que realmente necesita la otra persona sólo sirve para dormir bien por las noches porque sorpresa: No estaríais ayudando en absoluto. La ayuda no se puede dar ejerciendo poder sobre otros. Es más, tener la capacidad de ayudar a alguien no te hace superior a esa persona y esto me parece especialmente necesario decirlo porque curiosamente no nos lo cuestionamos cuando ayudamos diariamente. Qué extraño sería que en un supermercado una persona más pequeña que yo me pidiese algo de un estante alto y yo agarrase lo que me pareciese más conveniente en vez de lo que necesita.

Yo no merezco más respeto por parte de mi entorno por poder pagarme el alimento. Hay que quitarse de la cabeza que la gente sin recursos económicos es inferior. Y dicho así mucha gente se negaría a sí misma que se sienten superiores a alguien pero sería autoengañarse. Basta ya de deshumanizar, de restringir el derecho a otra persona a decir 'no' o a exigir respeto para ella y otros.
No vales lo que llevas en los bolsillos.
Esto tiene dos nombres: Aporofobia y clasismo, pero es que además se junta con un desconocimiento por el contenido de los principios éticos de los demás y una falta de respeto total por la diversidad ideológica. Una vez más volvemos a la superioridad, esta vez moral: Lo que yo pienso y creo es mejor que lo que tú piensas o crees. ¿Pero quiénes somos nosotros y qué autoridad moral creemos tener para juzgar de esa manera la forma de pensar de otros? Especialmente en el caso de la ética vegana, la cual encaja perfectamente en los principios ético- morales que compartimos en la sociedad actual y es más, siguiendo estos principios ético- morales una persona que vive en una situación límite y aún así se mantiene firme lo que en realidad demuestra es un comportamiento loable. ¿Cuántas y cuántos de nosotros flaquearíamos ante una dificultad mediana?
Me extendería más pero en definitiva toda esta reflexión viene del enfado que me provoca ver una vez más lo normalizada que está la violencia y las dinámicas de poder y analizar cuáles son, en general, las prioridades de la mayoría de nosotros: Yo, yo y YO.



Y acabo con dos preguntas:
- ¿Alguna vez habéis tenido que renunciar a vuestros principios?
- En el caso de que la primera pregunta tenga respuesta afirmativa, ¿os pareció algo sencillo?

miércoles, 11 de mayo de 2016

Me gusta ver reír a mamá

Mamá y papá me dan un euro de paga a la semana. Empezaron a dármelo cuando cumplí los seis años. Recuerdo que creía que era rica, incluso un día pensé que podría comprar el Sol. Ahora ya tengo siete y sé que el Sol no se puede comprar, además un euro a la semana no llega para nada.

La abuela me ha dicho que tengo mucha suerte, que no todos los niños y niñas del mundo tienen dinero para chuches. Yo no quiero chuches y no sé por qué tengo suerte si no puedo comprar nada de lo que quiero. Ayer hacía sol y quise comprar una hora de la mañana para no ir a clase, pero el profe me dijo que no podía ser. También le pregunté a la directora del cole y me dijo que si quería podía meter cada moneda que me den en la hucha porque así en verano podré comprarme cosas con lo que ahorrase.

Pero yo no quiero comprar nada. No quiero cosas. En verano voy a la playa y juego. Quiero comprar una hora de esta semana para hacer lo mismo. Me gusta el parque y es gratis. ¿Por qué no me dejan comprar lo que quiero? Ya no quiero comprar el Sol. El Sol está muy lejos y quema. No entiendo por qué no me dejan comprar una hora con mi euro.


En casa me han dicho que un euro no llega, que tengo que estudiar mucho e ir al cole todas las mañanas para poder ganar mucho dinero de mayor y así poder comprar más de una hora. Me han dicho que podré comprar quince días. Estoy un poco más contenta porque quince días son muchos y podré ir al parque a jugar todas las mañanas. Me encanta el parque. Lo que más me gusta son los columpios. Le he dicho a mamá que de mayor quiero jugar mucho en los columpios y se ha reído. Yo también me he reído, aunque no sé por qué. Me gusta ver reír a mamá.

lunes, 18 de abril de 2016

Basta ya

Estaba en la cúspide del orgullo más sola que acompañada, más débil de lo que imaginaba, y sentía. Con el tiempo aprendí una lección, puede que fuese él mismo el que me la dio o quizás simplemente era el destino que es más cierto que incierto. Sin duda la necesitaba, la pedía y la esperaba en lo más profundo de mi conciencia.
Esta vida es un camino largo, lleno de contradicciones, tristezas, alegrías, injusticias y legañas en los ojos. A veces cuesta levantarse de la cama y afrontar la vida y lo que se te viene encima pero una mañana lo haces, te lavas la cara y ves que todo es distinto a lo que pensabas y creías, o te hacían pensar y creer.
Desde que amanecí ese día comprendo más cosas y siento más amor por todo. Un amor nostálgico, muy real. Un amor de sopetón, por todos y todo incluyéndome a mí misma. Y me doy cuenta de todo el miedo que tenía y tienen y que voy dejando ir poco a poco, con la certeza de quien se siente en el buen camino.
Con mucho que cambiar, van apareciendo las fuerzas para hacerlo y las ganas para afrontarlo. Ir tirando telones ante mis ojos empieza a convertirse en adicción y afición. Y dejar el orgullo a un lado me ha hecho comprender que no llorar, alejarme, encerrarme y negar mi vulnerabilidad me hacía la persona más vulnerable del mundo.
Cuando antes me decía ‘no vale la pena’ en vez de ‘no quiero asumir responsabilidades’ pensaba que me facilitaría las cosas pero me equivocaba, una vez más y como acostumbro a hacer. Y aunque tarde, me doy cuenta de que sí, sí que vale la pena y no sólo eso, sino que quiero asumir esa responsabilidad, porque soy importante y puedo marcar la diferencia (una diferencia) minúscula, pero convirtiéndome en una brecha. Y hay muchas más. El mundo está lleno de ellas. Lo que empiezo a pensar es que cuando una brecha aparece junto a otras muchas, en vez de taparlas lo mejor es construir algo nuevo, distinto, con un material más resistente y mejor. Porque a fin de cuentas es algo posible, si se pone voluntad.
Basta ya de prejuicios, hipótesis falaces, rencores e inseguridades que proyectar en otras personas. Que eso no soluciona nada. Basta de mofarse y de echar balones fuera. Basta ya de compararnos, del ‘y tú más’, ‘ y tú menos’. Basta de matar y basta ya de excusas. Va siendo hora de asumir, responsabilizarnos y dejar de victimizarnos, que no somos un individuo en el mundo, somos muchos muy ruidosos.
Basta de estorbar y gritar que ya es hora de callar y escuchar.

domingo, 7 de febrero de 2016

Radical

Hola, soy Radical. Éste nombre no me viene por nadie en particular, ni siquiera me lo pusieron mi madre y mi padre en honor a alguien de la familia. Éste nombre me lo impuso la Sociedad. En el cole me enseñaron que radical es un adjetivo así que no sé en qué momento pasé a llamarme así por lo que he decidido contaros mi historia, para que podamos descubrirlo. Intentaré ser breve, aunque no prometo nada.

Durante toda mi infancia y gran parte de la adolescencia asistí a un colegio mixto, católico y concertado. ‘Empezamos bien’ diréis muchos, pues es importante porque el caso es que allí aprendí cosas que a día de hoy sigo utilizando y no, no me refiero exclusivamente a las matemáticas, conocimiento del medio, música o tecnología. Allí aprendí muchos valores buenos que marcaron toda mi existencia hasta ahora, entre ellos respeto, tolerancia y generosidad. Por supuesto esos valores me fueron inculcados en casa también. Sin embargo, venían acompañados de un montón de prejuicios y hay que admitir que esto era y es prácticamente inevitable a la hora de educar.

El tema de la religión es muy complicado y suele generar mucha controversia así que no quiero meterme a analizarlo en profundidad, pero dicho lo expuesto imagino que comprenderéis el cacao de ideas y emociones que tenía dentro. Mi burbuja y el mundo real no paraban de chocar cada dos por tres y eso me generaba más y más dudas y muchísima curiosidad sobre lo que estaba pasando a mi alrededor, pero… Un momento, ¿de verdad era tan importante que las chicas llevasen la falda un centímetro por debajo de la rodilla? ‘Como mínimo. El uniforme es como es y hay que llevarlo como está estipulado’ decían. Comprensible, sólo hay una manera de llevar un uniforme. Oh, espera… ¿Uniforme? ¿Por qué hay que tener un uniforme? ‘El uniforme es mucho más cómodo, no tienes que escoger la ropa cada mañana y así se neutralizan las posibles diferencias entre el alumnado’ Ah, ¿en serio eso es una razón de peso? Quizás sí, quizás las cosas sean así de sencillas. Era todo tan complicado y yo tan ignorante que el simple hecho de cuestionar lo que me habían enseñado a lo largo de mi vida hacía que entrase en una especie de bucle de confusión y culpabilidad.

En un chasquido cumplí los 16 y ya estaba comenzando el bachillerato en un instituto público. Madre mía, ¿pero qué sitio era ése? Recuerdo que me llamaba la atención que el patio estuviese lleno de papeles, que la gente vistiese distinto, toda esa diversidad, el tumulto, la gente fumando en la entrada… No sé, recuerdo que en un principio sentí miedo y pensé que jamás haría amigos y amigas allí, que me había equivocado escogiendo instituto… No sé, mil cosas. Sorprendentemente, el acojone del primer día dio paso a una sensación nueva: desengaño. Es decir, llevaba dieciséis años viviendo en una cueva siguiendo unas normas que creía universales sin pensar que hubiese algo más allá de eso y de repente tenía los ojos como platos y estaba en un mundo que iba a mil por hora. ‘Exageras’, pensaréis, ¡qué va! Yo lo flipaba. Eso sí, una semana después estaba en mi salsa. La gente que en un principio me daba miedo resultó ser encantadora, me había acostumbrado a que vistiesen distinto y me gustaba que así fuese, el tumulto era agradable y daba vida al centro, la diversidad era maravillosa y el patio… Bueno, el patio seguía estando sucio.

En fin, era inevitable que empezase a comparar, preguntarme, cuestionarme y reinventarme mientras en mi día a día fingía que todo lo que era nuevo para mí en realidad era lo normal. Con sinceridad: pasé de ser la típica persona católica de ‘derechas’ (así me consideraba por alguna razón) a una persona cristiana peleada con la Iglesia y afín a ‘lapolíticanomeinteresa’ pero que viva la enseñanza pública. Y mirad, fui sustancialmente más feliz que antes.

Pasaron esos dos años y me fui a la Universidad. Esta parte da para varios libros así que os resumo: seguí evolucionando. Conocí gente increíble, gente no tan increíble, personas rebeldes y otras completamente pasivas, aprendí muchísimas cosas sobre muchísimos temas y lo más importante de todo, conocí a la persona más especial en todo lo que llevaba vivido: a mí.

Por aquel entonces no me llamaba Radical aún. Seguía temiendo combatir ciertas creencias e ideas que mantenía más por tradición que por otra cosa, siendo consciente de que en realidad no las sentía propias. Permitidme que os diga que fue un trabajo muy duro, pero lo conseguí, conseguí dar un paso más y decir en voz alta lo que pensaba y aceptarlo, aunque chocase con casi todo lo que se me inculcó desde la infancia, aunque ‘hiriese’ a los que me inculcaron todo aquello. Así pues, abracé mis nuevas creencias enorgulleciéndome de que encajasen en aquellos principios de respeto, tolerancia y generosidad que creía buenos. Así empecé a interesarme por la política, a leer y a definirme como persona demócrata, de izquierdas, agnóstica muy a pesar de mi familia, y con la firme creencia de que el capitalismo es en gran parte el culpable de que juguemos en un mundo mediocre donde no todos pueden optar al premio. Comencé a conocer el feminismo y el veganismo que no son más que otra forma de llevar aquellos valores naturalmente buenos a la práctica.

Y aquí, aquí sí me convertí para gran parte de mi entorno en: Radical.

Ahora yo, Radical, vivo más en paz porque no me callo y muestro mi disconformidad. Porque aunque no obligo a nadie a seguir mis pasos no voy bajar la cabeza cuando se me cuestione por no estar de acuerdo con lo que está tristemente establecido. Soy Radical porque me expreso y porque intento que el mundo sea un sitio más agradable para vivir, no sólo para mí sino para la gente que vive en países más pobres, para las mujeres que sufren por ser consideradas menos y para los hombres a los que obligan a vivir reprimidos, para todos los y las que sufren discriminación, para aquellos y aquellas que sudan sangre por mantener a su familia o a sí mismos, para esos seres que no tienen voz pero sí voluntad y la irreal obligación de servirnos, incluso para ti que me has apodado desacertadamente Radical y prefieres juzgarme en vez de hacer autocrítica.

Así que llegados a este punto toca contestar: ¿Por qué soy Radical? Lo soy porque para muchos mi opinión implica un desafío.

Después de esto quiero que quede bien clara una cosa: en toda mi vida a la única persona que he desafiado ha sido a MÍ.
(Y lo que me queda)


jueves, 4 de febrero de 2016

Sin propósitos

El 31 de diciembre de 2015 decidía no pedirle nada al año que estaba a punto de entrar. No hice la lista de propósitos típica que luego posiblemente no cumpliría. El día de Fin de Año del 2015 decidí darme una oportunidad. Pero de verdad.
Con darme una oportunidad me refería, en especial, a volverme más crítica conmigo misma. A no victimizarme, a no dejar mi ‘ser’ en manos de otros, a no culpar al mundo de lo que soy o de quién no soy. Analizarme y corregirme y asumir que tengo capacidad para ello. Porque a fin de cuentas yo formo parte de este mundo que me asquea y camino en/con él.
Fue entonces cuando comencé a sentir las incongruencias que revoloteaban en mi interior. Por qué pensaba esto pero hacía aquello y por qué hasta entonces no había sido consciente de que era así.
El mundo es una mierda llena de odio y dolor. De envidia, prepotencia, descalificaciones, insultos, egoísmo, miedo y lo más importante: indiferencia.
¡Ah, la indiferencia! Cómo engaña. A ella se llega ‘haciéndose el tonto’, autoconvenciéndose de que las consecuencias de nuestro comportamiento ‘son mínimas’ y no asumiendo la responsabilidad de nuestra libertad de decisión.
Se nos llena la boca proclamando que somos Seres Humanos, que somos animales racionales, que estamos en la cúspide de la pirámide evolutiva y en realidad somos la mayor incongruencia que ha parido este mundo. Que esta ‘capacidad’ nos viene grande, de la misma forma que a un político sin preparación le viene grande el puesto. No tenemos ni idea de lo que hacemos pero somos lo puto mejor y por eso el mundo es nuestro y hacemos lo que nos dé la gana con él y tratamos a todo el que nos rodea como nos sale del culo porque somos seres heridos que han sufrido mucho en esta vida.
Pues mirad, estoy harta y renuncio. Renuncio a aferrarme a mi ‘capacidad especial’, el ‘superpoder’ que nos hace tan destructores. Renuncio a vanagloriarme de mi humanidad e inteligencia.
Decido quererme y para eso decido, una vez más, agarrarme con todas mis fuerzas a otras de las características que acompañan a nuestra especie: la compasión y la empatía.
Mafalda decía ‘ paren el mundo que me quiero bajar’. No me quiero bajar, en absoluto. Lo único que quiero es dejar de ser eso que tanto me asquea.
Y así es como el no tener propósitos para el año nuevo hizo que encontrase un propósito para mi vida.

sábado, 10 de enero de 2015

Nacida en primavera


Me gusta la idea del verano. Me gusta imaginarlo y leer sobre él y me entusiasmaría haber nacido en el mes de julio.
Cuando leo y hablo de julio soy incapaz de no evadirme e imaginar el calor del sol, el olor a salitre, el bienestar, la brisa y la luz. La gente que nace en julio sin duda tiene que ser agradable. Es una lástima que en la tierra donde vivo, aún en verano, no haga muy buen tiempo. Me explico, lo hace, pero no como en esas películas románticas ambientadas en unas islas griegas. Es algo más intermitente, más realista, con aguaceros.
¡Ah!... Me apasiona. Sin embargo yo soy una de esas nacidas en primavera, temporada en la que se duda qué prendas vestir al salir a la calle y cuando surgen esas odiadas alergias. Soy un poco así: Alérgica a cosas o gente. Algo malhumorada o tormentosa en ocasiones, no sabría decir, pero también dicharachera. Es lo que tiene haberme quedado a medio camino hacia el verano. Supongo que en primavera se florece y se aguanta el chaparrón. ¡Ay, despreocupado julio!

domingo, 21 de diciembre de 2014

Nekane y su gato

Los perfumes acariciaban la punta de la nariz e inundaban de un extraño bienestar, como si flotase. Candelabros con velas cuyas llamas oscilaban al ritmo de los vestidos de las mujeres de la sala recorrían las paredes.
Podías respirar la elegancia y  mascar la hipocresía de cada uno de los asistentes. Las familias más populares se habían reunido para conmemorar el aniversario de la llegada a la ciudad de la anfitriona. Una mujer alta, de piel caramelo y ojos ámbar. Su pelo castaño estaba recogido en un moño alto y desenfadado, era la única de la fiesta que no llevaba peluca de época y se paseaba alrededor de la pista de baile vigilando que todo estuviese en orden.


No sonreía pero su rostro mostraba una calma imperturbable, una tranquilidad que se reflejaba en la gente que la saludaba y felicitaba amablemente. Sin duda suscitaba miradas de envidia entre las más jóvenes y admiración e interés de los no tan jóvenes con los que se cruzaba.


Todo transcurría con calma, como estaba previsto pero con la excitación propia que se siente al pensar que en cualquier momento podría ocurrir algo inesperado. Pero no sucedía. El suspense flotaba a través de la ligera humareda que se acumulaba en la parte alta.


El suspense y yo.


Yo que en esos últimos veinte años no había abandonado esa casa. Esa gran casa de la que me enamoré la primera vez que entré. En la inmobiliaria me habían dicho que databa de 1890 y que el mismo propietario la había diseñado a su gusto, con techos altos y figuras rocambolescas, enormes ventanales y cortinas que pretendían acariciar el suelo sin éxito. Sin duda era la casa de mis sueños, aunque nunca la hubiese imaginado así. Tenía personalidad propia y la singularidad de transmitir una adictiva sensación de poder. Poder, cómo  me gustaba.


Como decía, hace veinte años que no salía de allí pero el poder era un recuerdo que a veces se me presentaba extraño. Ya no era mía. Sólo observaba cómo esa mujer de nombre común despertaba mi interés. Me recordaba a mí antes de morir aunque más joven. Como dato os diré que en teoría al día siguiente cumpliría los 48 – sí, era de mediana edad y estaba destinado a la infortunia– pero en realidad serían 68 los años que vagaba en ese mundo.


Siempre me llamó la atención la gente callada, tienen un aura especial. Desprenden un atractivo destello casi palpable para alguien como yo, raro desde la cuna. Es por ello que me fijaba en ella, en mi sustituta digo.  Tenía un aspecto simpático, agradable más bien aunque nunca reía, puede que se le escapase una medio sonrisa en alguna ocasión cuando jugaba con su gato del que por desgracia no conozco el nombre. Nunca lo llamaba. Eso sí, escuché a una pareja de los que allí estaban que lo había rescatado de la calle pero que no era algo seguro puesto que nadie sabía demasiado de ella.
Es interesante hasta qué punto alguien puede ocultar ciertos detalles de su vida. Esta chica era una maestra en ello, yo sin embargo siempre fui algo patoso con mi intimidad. Resulta interesante también lo mucho que la gente intenta encajar. Ninguno allí era cercano a, llamémosla Nekane,  -  como ya dije su nombre real es demasiado común -  y sin embargo habían acudido a su invitación. Toda esta situación me intrigaba de tal forma que si pudiese dormir seguramente mis pensamientos me desvelasen.


Estaba divirtiéndome bastante con el vaivén de la gente por la casa, las conversaciones y el ambiente festivo, las críticas y las torpes confesiones de amor y cariño que se propagaban como la pólvora y  el alcohol.


Nekane seguía paseándose impasible por la sala, me había dado cuenta de que las reacciones que tenía cuando alguien se dirigía a ella eran sistemáticas y que había algo más que ocupaba su mente. Al poco descubrí de qué se trataba; su gato el innombrable estaba escondido bajo una estantería espantado quizás por las docenas de pies que danzaban y recorrían el salón. Una medio sonrisa se dibujaba en su rostro mientras lo recogía con naturalidad y desaparecía  tras la puerta que conectaba a la cocina.


Qué incertidumbre. De verdad que me llamaba la atención a dónde se dirigía pero la fiesta era apetecible y más cuando nadie se imaginaba que yo estaba allí. Así que me quedé, es la primera fiesta que se organiza en esta casa desde que perdí la capacidad de hacerlas. Por supuesto todos sabemos lo que ocurre con la rutina.


La velada seguía su curso y yo me había decidido a descender y pasear entre los invitados. Podía decirse que era un poco anfitrión también, para qué negarlo. Hasta sufría cuando alguien se apoyaba cerca de algún objeto frágil. En una de estas un acto reflejo me traicionó y me tiré al suelo para evitar que un jarrón se estrellase contra él. Me sentía bastante idiota mientras caía pero algo ocurrió, ¡agarré el jarrón! y lo peor de todo es que la gente que estaba alrededor pudo ver los efectos de mi hazaña y comenzaron a correr despavoridos mientras a sus ojos un jarrón flotante se recolocaba en su sitio inicial.


Nekane apareció en el salón alarmada, nunca en todo el año que llevaba en la casa había visto esa expresión en su rostro. Por suerte no presenció lo que acababa de ocurrir, sólo los destrozos que causó el pánico en una masa de gente ignorante. Me sentí bastante dolido.


Un hombre mayor se le acercó, supongo que para contarle lo ocurrido. No lo sé, yo estaba en la otra punta del salón ya vacío. Lo intuyo porque se fue con aquel hombre y el gato. Nekane no durmió en casa aquella noche ni las dos siguientes.


Los días posteriores a la fiesta se me hicieron eternos, ingenuo de mí, hasta que un día la puerta de la entrada se abrió y Nekane apareció con esa expresión de tranquilad en su rostro, como siempre, pero no venía sola. Una mujer anciana la acompañaba. Daba escalofríos el extraño balanceo con el que caminaba.


No recuerdo muchos más detalles de ese momento porque por primera vez, por primera vez en veinte años alguien se dirigió a mí directamente. De una forma muy grosera por cierto y como las groserías no las tolero y por más que le decía parecía que o no podía o no quería escucharme, cogí ese mismo jarrón que había salvado de un terrible destino y lo lancé contra la pared. Sé que lo hice mal, soy consciente de ello pero no llevo bien la frustración de no poder comunicarme cuando alguien me falta al respeto.


Automáticamente la anciana comenzó a lanzar improperios, a gritarme y maldecirme y me echó de ‘mi’ casa o ‘nuestra’ casa, qué mas da. Como si tuviese algún derecho. Me enfurecí cuando observé a Nekane asintiendo con la cabeza, no le había dado problemas nunca, había intentado salvar su fiesta y ¿de esta forma me lo agradecía? No me dio tiempo a hacer mucho más, de repente aparecí en este lugar donde no hay nada y está oscuro. No estoy triste pero a veces olvido moverme, tanto tiene estar aquí o allí si es lo mismo. Estoy perdido, relegado a un cajón olvidado quién sabe desde cuándo ya. El tiempo pasa diferente, ni rápido ni lento: eterno. He pensado mucho sobre todo esto y parece mentira cómo los recuerdos de aquella confrontación se han ido difuminando. Sin embargo tengo una imagen clara del gato, ese gato anónimo. No le he puesto nombre aún, ya pensaré algo.


Y Nekane… qué decir de ella, Nekane acabó conmigo.