Últimamente he estado pensando en las relaciones humanas
y cómo las nuevas tecnologías influyen en ellas. He leído muchas críticas tanto
negativas como positivas sobre lo malo que son los teléfonos móviles, las redes
sociales y el ordenador para nosotros. Situaciones como quedar en una cafetería
con tus amigos, o quedar para comer y estar pendientes del teléfono está a la
orden del día pero ¿hasta qué punto la causa de este comportamiento son esas
pantallas?
La forma de relacionarnos está cambiando. Es algo que
pocos se atreven a negar. Evolucionamos.
Estamos en constante evolución y en constante cambio y, centrándome en los
móviles, las necesidades comunicativas cambian. Simplificando mucho, supongo
que en un principio nos llegaba con hablar en persona, transmitir un mensaje a
alguien que estuviese delante. Más tarde la necesidad de comunicarse a través
de la distancia nos llevó a la utilización de teléfonos fijos, cabinas etc.
Pero eso no bastaba, a veces el mensaje no llegaba porque no estábamos cerca
del teléfono para recibirlo y entonces aparecen los móviles. Maravillosos
móviles. Poder comunicarse con
alguien en cualquier momento, en cualquier lugar, es una bendición. Vuelve a
aparecer un problema y es que, en ocasiones, no se puede responder al teléfono.
Llegan los SMS, derivan en el Whatsapp, Telegram u otro tipo de aplicaciones de
mensajería instantánea. Ya no sólo somos capaces de comunicarnos en la
distancia, sino que también somos capaces de hacerlo en el tiempo y de una
forma mucho más eficiente que por correo ordinario.
Volviendo a lo que decía al principio, hay críticas de
todo tipo en lo referente a de qué forma nos afectan estas nuevas herramientas. Desde mi punto de vista
no hay nada de malo, obviamente con un consumo responsable, ese consumo que no hacemos pero de nuevo: ¿hasta qué
punto la causa de este comportamiento son esas pantallas? ¿Y si esta adicción
no es más que un síntoma? ¿Y si la falta de empatía y la falta de interés por
otros viene por un problema más grave?
Si retrocedemos en el tiempo, muy atrás, hasta el inicio
de nuestra especie, quizás podamos ver de forma más clara nuestra condición animal. Somos animales, somos animales
sociales que se comunican. Ahora volvamos a la actualidad y pensemos cuántos de
nosotros tenemos en cuenta este hecho a lo largo de los días. Dicen, o por lo
menos yo he escuchado, que las personas que tienen perros y dedican gran parte
de su tiempo a ellos son más felices (y eso se nota en el trato con ellas). Me
pregunto si influirá el hecho de que si asumes la responsabilidad de hacerte
cargo del animal te obligas a hacer ciertas actividades que de otra forma no
harías: dar largos paseos, por ejemplo, o visitar parques y zonas con
vegetación… Puede que gracias a ellos nos mantengamos un poco más en contacto
con lo que realmente somos.
Pienso que la clave reside ahí, en este proceso evolutivo
no hemos sido capaces de administrar nuestra inteligencia de una forma sabia.
Pensamos continuamente cómo seguir creciendo, vivimos en ciudades repletas de
ruidos, luces, gente y contaminación. Vivimos en un mundo poco real, una
burbuja que nosotros mismos creamos y dominamos. Vivimos de forma que cuando
pensamos en la Tierra sólo nos viene a la cabeza este mundo inventado, nuestro y de nadie más porque los otros
seres con los que la compartimos están de prestado. ¡Y le echamos la culpa a
los teléfonos de nuestra falta de humanidad! La tala de árboles y la pasividad
ante problemas humanos, ‘de otros humanos’, animales y seres vivos en general,
viene de antes. Progreso, progreso, progreso y locura. Esa locura y ese
trasiego con el que vivimos.
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