Por un
instante me he dado cuenta de que en cualquier momento, sin pensarlo, pueden
pasar de un plumazo treinta años. Treinta años sin retorno , de errores,
victorias y suspiros a los que ni les pones nombre ni sabes en qué gastar
porque simplemente no eres conciente de lo que te pasa hasta vacíos años
después, cuando tu tiempo se agota y sientes esa misma sensación de inquietud de
la juventud.
Que
aunque sueñes al máximo llegará el momento en el que te plantees cuánto más
podrías haber hecho y tu vida se hará insignificante. Ya no pensarás que eres
especial entre el resto ni que podrás comerte el mundo algún día, porque el
mundo no espera ni por ti ni por nadie y lo especial que tenías respecto a los demás era cómo ibas a aprovechar tu tiempo, mañana.
Y todo esto no es
un pensamiento pesimista, para nada, es quizás una plasmación de lo que veo.
Esas caras largas con veinte años, como si todo estuviese ya hecho pero quedase
todo el tiempo ya no del mundo, sino del universo. Ese apalancamiento y
dejadez. Ese silenciamiento de la inquietud que a todos nos corroe por dentro
alguna vez y que acallamos sin miramientos.
Esto
sólo podría ser una llamada de atención si en el fondo no supiera que es mi
forma de acallar estos gritos sordos que me corroen una y otra vez sin saber
realmente cómo encaminarlos.
1 comentario:
Me encanta, Cris.
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