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martes, 11 de mayo de 2010

Muerte diaria.

Noche tras noche espero impaciente a que llegue la muerte aguda; la que cada mañana se cura.
Noche tras noche la deseo y enferma me acuesto.
Por el momento tiene solución pero pienso, como siempre poniéndome en lo peor, ¿qué pasará cuando se vuelva crónica?
Enferma de mí misma recorro mi camino y mis dedos en mi pelo se ahorcan mientras el Sol por el acantilado salta y mis párpados a mis ojos asesinan.
La manta oscura presiona tanto mi pecho que sólo puedo inspirar una vez cada pulsación y media.
Me relajo para dejarme llevar pero pretende que la vaya a buscar.
No comprende que yo ya dejé de buscar hace mucho tiempo, demasiado.
Perdido mi sentido de la orientación y mis zapatillas, es mi cerebro el que ahora deja pasar fugaces imágenes que se agolpan en mi boca pesando cada vez más.
¿Y si grito? No lo hagas, que se escapan.
Suspiro.

A las siete y media de la mañana doy gracias a Dios.
Aquí estoy, -le digo- ¿me echabas de menos? Todavía respiro.

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